Dostoievski pertenece a ese género de autores que consideran imprescindible utilizar ese púlpito para llevar a cabo, si se me permite la expresión, una labor social. Así, el ruso habla sobre personas inocentes llevadas a juicio, a las que defiende con ardor desde las páginas de El Ciudadano; habla sobre los malos tratos a los niños, harto frecuentes en Rusia en aquella época y que a Dostoievski repugnaban en lo más profundo; habla sobre la condición oprimida del pueblo, ignorado por una clase dirigente abúlica y desentendida, que está más al tanto de las modas y costumbres de la vecina Europa que de las necesidades y opiniones de la masa que les perpetúa en el poder. El escritor acusa, se interesa, investiga, escucha y discute; y todo ello lo hace con pasión, con una evidente voluntad de denuncia y con espíritu constructivo, con la esperanza de que su labor periodística sirva de algo y proporcione ayuda real a las víctimas de tantas y tantas injusticias.
Esta labor hace de “Diario de un escritor” una lectura casi obligatoria, por dos razones: la primera, porque se puede observar en sus páginas la faceta humana de un autor que, ya en sus obras de ficción, se preocupaba muy mucho por la condición del ser humano y sus necesidades; la segunda, porque ese espíritu de lucha contra la injusticia, sea del tipo que sea, no es muy común en la literatura, y encontrar un autor que lo conjugue en sus dos vertientes (ficción y no ficción) es algo digno de mérito.
Esta labor hace de “Diario de un escritor” una lectura casi obligatoria, por dos razones: la primera, porque se puede observar en sus páginas la faceta humana de un autor que, ya en sus obras de ficción, se preocupaba muy mucho por la condición del ser humano y sus necesidades; la segunda, porque ese espíritu de lucha contra la injusticia, sea del tipo que sea, no es muy común en la literatura, y encontrar un autor que lo conjugue en sus dos vertientes (ficción y no ficción) es algo digno de mérito.