La suerte de varas -a título de aperitivo, con una copa de Fino Quinta o
de Fino Puerto Pavón, de El Puerto y contemplando la emblemática
Plaza Real -que es de segunda categoría, lidia demasiadas veces ganado
de desecho y vende las entradas como si fuera de primera y con ganado
seleccionado-, ha sido para algunos «tradicionalmente» y para otros
«lo sigue siendo», piedra de escándalo para el siempre supuesto «infalible» dictamen
de la opinión pública, y caballo de batalla sobre el que descargar las furias exacerbadas
de las multitudes, cuando éstas, descontentas por cualquier circunstancia, sienten la
necesidad de patentizar, de la manera tumultuaria con que se manifiesta el vulgo –y
muchos de los que no lo son- su disconformidad con un determinado estado de cosas.
Con ocasión o sin ella, la afición suele culpar a los hombres de a caballo, de la mayor
parte de las calamidades que ocurren en el redondel. Y el caso es que, a veces, tiene
razón.
Sin embargo, decir que la primera suerte del toreo ha sido «tradicionalmente»
la piedra de escándalo, es reconocer de plano la ignorancia de quienes así se
manifiestan, ya que durante los siglos XVIII y XIX fue la favorita de la mayoría de los
aficionados y los picadores fueron durante muchos decenios los más importantes
protagonistas del toreo -por delante de los espadas y con sus nombres en mayores
letras impresas en los carteles-, sencillamente porque los toros de aquellos siglos,
sometidos a un largo proceso de selección, se criaban para ofrecer el que hoy
consideramos como un bárbaro espectáculo y que entonces era el más admirado.
de Fino Puerto Pavón, de El Puerto y contemplando la emblemática
Plaza Real -que es de segunda categoría, lidia demasiadas veces ganado
de desecho y vende las entradas como si fuera de primera y con ganado
seleccionado-, ha sido para algunos «tradicionalmente» y para otros
«lo sigue siendo», piedra de escándalo para el siempre supuesto «infalible» dictamen
de la opinión pública, y caballo de batalla sobre el que descargar las furias exacerbadas
de las multitudes, cuando éstas, descontentas por cualquier circunstancia, sienten la
necesidad de patentizar, de la manera tumultuaria con que se manifiesta el vulgo –y
muchos de los que no lo son- su disconformidad con un determinado estado de cosas.
Con ocasión o sin ella, la afición suele culpar a los hombres de a caballo, de la mayor
parte de las calamidades que ocurren en el redondel. Y el caso es que, a veces, tiene
razón.
Sin embargo, decir que la primera suerte del toreo ha sido «tradicionalmente»
la piedra de escándalo, es reconocer de plano la ignorancia de quienes así se
manifiestan, ya que durante los siglos XVIII y XIX fue la favorita de la mayoría de los
aficionados y los picadores fueron durante muchos decenios los más importantes
protagonistas del toreo -por delante de los espadas y con sus nombres en mayores
letras impresas en los carteles-, sencillamente porque los toros de aquellos siglos,
sometidos a un largo proceso de selección, se criaban para ofrecer el que hoy
consideramos como un bárbaro espectáculo y que entonces era el más admirado.