A principios del siglo XX Venezuela era un país con más de un millón de kilómetros cuadrados, menos de tres millones de habitantes totalmente incomunicados entre sí, y sumidos en el atraso y la pobreza. Durante el siglo XX Venezuela se convirtió, gracias al petróleo, en el país más rico de la América Iberoamericana, aumentó su población diez veces, atrajo a más o menos un millón de inmigrantes que ayudaron a la modernización de la industria, la educación, los servicios y la agricultura; cedió y perdió territorio, y descubrió la democracia participativa que solo le duró los últimos 40 años del siglo. Al concluir el último decenio del siglo XX, el país estaba práticamente en un desarreglo social, económico y político que demandaba una gran rectificación de su curso, pero como resultado de una situación provocada por partes interesadas, tanto nacionales como foráneas, se alinearon esas circunstancias para que apareciera un encantador de serpientes y le escucharon, con el obvio resultado de provocar una catástrofe que profundizó más los males y hundió a Venezuela en la debacle que hoy se encuentra.
Estos cuentos, a pesar de ser como todos los cuentos, inventados, los escribí basándome en la realidad de haberlos presenciado, visto, o interpretado sobre situaciones de la vida diaria durante varios años del siglo pasado. Cada uno podría apreciarse como una foto de un momento en la vida de aquel país, de su idiosincrasia, su humor, sus realidades, la vida del día a día que se acabó. Aquella Venezuela de ayer, hoy es historia; la actual, es una crónica policial.
Hoy día hay cientos de miles de venezolanos, de todas las edades, educación y posición social, de origen criollo unos, hijos de inmigrantes y refugiados otros, que fueron a Venezuela de todos los países americanos y de Europa, Africa, del Medio y hasta del Lejano Oriente, que vivieron en Venezuela una vida normal, donde había desigualdades pero también oportunidades, donde se podía disentir, hablar, trabajar, estudiar, descansar, soñar, vivir y progresar, pero que hoy tambiém están afuera, en una diáspora, porque no volverán.
Donde estén, donde estemos, a donde vayan, se acordarán de Venezuela, pero sus hijos no, porque no la conocerán. Tendrán otra nacionalidad, otra lealtad, formarán otro arraigo porque tendrán otra cultura, hablarán otro idioma, y eventualmente la imagen del país de sus padres desaparecerá porque ellos serán de otro. Parece que esa fuera una lotería al revés, como le digo yo a esas situaciones que surgen a pesar de lo que uno hubiera querido que fueran, excepto que esta vez le tocó a Venezuela.
Para los que vivimos en ese país del siglo XX, por poco o mucho tiempo, donde todo parecía que podía ser posible, que si bien no era perfecto era mejor que muchos otros, ojalá lean estos cuentos con la idea de recordarse cómo sucedían las cosas, no todas por supuesto, pero para que les quede una pequeña memoria agradable porque esa Venezuela se acabó. Quién sabe a quiénes les tocará la tarea de hacer otra mejor. Ojalá la hagan.
Estos cuentos, a pesar de ser como todos los cuentos, inventados, los escribí basándome en la realidad de haberlos presenciado, visto, o interpretado sobre situaciones de la vida diaria durante varios años del siglo pasado. Cada uno podría apreciarse como una foto de un momento en la vida de aquel país, de su idiosincrasia, su humor, sus realidades, la vida del día a día que se acabó. Aquella Venezuela de ayer, hoy es historia; la actual, es una crónica policial.
Hoy día hay cientos de miles de venezolanos, de todas las edades, educación y posición social, de origen criollo unos, hijos de inmigrantes y refugiados otros, que fueron a Venezuela de todos los países americanos y de Europa, Africa, del Medio y hasta del Lejano Oriente, que vivieron en Venezuela una vida normal, donde había desigualdades pero también oportunidades, donde se podía disentir, hablar, trabajar, estudiar, descansar, soñar, vivir y progresar, pero que hoy tambiém están afuera, en una diáspora, porque no volverán.
Donde estén, donde estemos, a donde vayan, se acordarán de Venezuela, pero sus hijos no, porque no la conocerán. Tendrán otra nacionalidad, otra lealtad, formarán otro arraigo porque tendrán otra cultura, hablarán otro idioma, y eventualmente la imagen del país de sus padres desaparecerá porque ellos serán de otro. Parece que esa fuera una lotería al revés, como le digo yo a esas situaciones que surgen a pesar de lo que uno hubiera querido que fueran, excepto que esta vez le tocó a Venezuela.
Para los que vivimos en ese país del siglo XX, por poco o mucho tiempo, donde todo parecía que podía ser posible, que si bien no era perfecto era mejor que muchos otros, ojalá lean estos cuentos con la idea de recordarse cómo sucedían las cosas, no todas por supuesto, pero para que les quede una pequeña memoria agradable porque esa Venezuela se acabó. Quién sabe a quiénes les tocará la tarea de hacer otra mejor. Ojalá la hagan.