Restábamos ya solo cinco candidatos. El ídolo se había movido. Había posado el pie que había mantenido alzado, aplastando una cabeza, y ahora levantaba su otra extremidad inferior. El cuerpo del hombre que estuviera dos posiciones más allá yacía bajo la mole. Antes que la luz se hubiera apagado, la mano de la criatura apresó un puñado de huesos. En su otra mano seguía asiendo una espada, pero ahora la hoja brillaba con fuerza. La sangre bañaba los labios, la comisura de la boca y los colmillos del ídolo. Sus ojos refulgían. ¿Cómo era aquello posible? ¿Contendría en su interior alguna clase de ingenio mecánico? ¿Eran el sacerdote y su colaborador responsables de aquel asesinato? De ser así, habría tenido que actuar con increíble rapidez. Los sacerdotes parecían tan perplejos como yo.
Suenos de acero
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